Saturday, December 20, 2008

Palacio de culpa sobre los domingos

Creo que los domingos son los días en los que más extraño tener una madre. Me pregunto por qué. Barajo explicaciones y todas me resultan ridículas y sin sentido alguno. ¿Cómo son los domingos en Lima? Las familias se reúnen, salen de paseo, celebran. Los domingos son días familiares en los que el silencio apacigua las ansias de los días que están por venir al comenzar una nueva semana. Los domingos, los niños pequeños son llevados a los parques, a la playa, a algún restaurante con juegos en los cuales es fácil divertirse. En mi caso, los domingos fueron los días más tristes, durante años. Pasaba más tiempo en la casa de mis padres y eran los días en que más violencia había y no era posible huir: no tenía clases en el colegio, no podía visitar la casa de alguna amiga, no podía salir. Siempre había alguna escena protagonizada por la violencia y el odio de mi hermano hacia mi madre, sillas que volaban, puertas que se ahuecaban y mi cuerpo frágil, coronado por dos trenzas debajo de alguna cama intentando escapar del terror, evitando recibir un nuevo golpe que se atestara no sólo en mi infancia, sino también en mi vida adulta.

Recuerdo que mi astucia de mujercita de seis años, me había llevado a colocar tres tizas de diferentes colores debajo de cada cama a la que tuviese acceso. Entonces, llegados esos momentos, magistrales de los domingos, yo podía pintar y tararear a mi gusto árboles, casas imposibles, niñas felices sobre alguna madera mugrienta, esperando a que pase el temblor.

Después venía en almuerzo, la mesa del comedor acompañada por un cuadro de La última cena en bronce brillante. Algunas rencillas se repetían y recuerdo cuán difícil era tragar el alimento con la garganta contraída por el miedo. Siempre acababa vomitando y dejando la mesa antes que todos. Al finalizar venía el postre de los domingos: mis hermanos mayores abandonaban la casa, mi madre partía hacia la casa de alguna de sus amigas, mi abuela se encerraba en su habitación y a mí, a mí me esperaban largas horas en la cama de mi padre.

Más de mi Palacio...

Nunca antes había tenido un espacio para mí sola. Durante el tiempo vivido en casa de mis padres había compartido la habitación con mi abuela, una mujer a quien le faltaba una pierna y quien orinaba todas las noches en algo llamado “chata”. Para ello, ésta se encontraba colocada sobre un banquito al lado de su cama. Toda noche que mi abuela quiso orinar, me despertó para que la cargara y la sentara en el espeluznante artefacto.

Estaba ya acostumbrada a los ruidos que emergían cada noche, quejidos, lamentos, casi aullidos que salían de su boca. Esas eran las noches de buena suerte, las peores eran cuando ella no sólo quería orinar sino también defecar y había que ir hasta el baño a botar la mierda en el escusado y luego lavar la denominada “chata”. Toda una odisea que concluía cobrando un alto precio la mañana siguiente en el colegio.

Cuando murió mi abuela, sentí alegría. Ahora lo puedo decir con toda tranquilidad y autoridad. No siento culpa. Con su muerte me liberaba y se liberaba también mi “Madre” quien era prácticamente su esclava. Mi abuela era machista y aplaudía los golpes que sus hijos les daban a sus mujeres con la frase “bien merecido se lo tiene, por coqueta”. Y la recuerdo, además, diciéndome, a los cuatro años, que yo era culpable por las cosas malas que me pasaban. Dios me estaba castigando por provocar a mi padre.

I had the right to protection.

Habitante de una mar extraña, vagabundeo entre sus olas aplazando un encuentro. No, aplazándolo no, sino más bien marchando hacia él. Cada vez que miro al cielo siento miedo porque percibo a la muerte inminente atravesando mis propios océanos mentales. Muerte física, muerte psicológica, muerte afectiva. Al fin y al cabo eso supondrá el pronto encuentro con mi padre. Mientras tanto, me noto disléxica escribiendo este texto que se inscribe como mi primera revelación pública y púbica, el primer grito masivo en frente de un colectivo que aún no emerge.

Mi padre, mi papá, el que me hacía gallitos a partir de papeles pequeños, como yo entonces, y me compraba Cocorocos de limón cuando me mecía dormida mientras sufría ataques de asma, los cuáles después de 20 años se tradujeron en ataques de pánico. Mi padre, mi papá, el mismo de hace unos segundos pero ahora hacedor de mentiras y eternas lágrimas que vienen sucediéndose desde mi infancia arrebatada por su manos brutas e imparables.

Extraído de "Palacio de culpa"